Tragedia en el Boecillo

Por Antonio Centeno

Tres niños de 3, 9 y 14 años fueron  asesinados anteayer, al parecer por una trabajadora del “centro de acogida de  menores discapacitados motrices” de Boecillo (Valladolid) en el que los  menores estaban recluídos. Según relata El País, la asesina los asfixió con  bolsas de plástico, y destaca bajo el titular que “Los investigadores creen  que podría tratarse de un homicidio compasivo”. Para que comprendamos por qué  destacan esta hipótesis, los periodistas señalan que el centro estaba  destinado a “niños que sufren discapacidad”, y que “los tres fallecidos  presentaban movilidad reducida entre el 78 y el 90%”

Me sobrecoge una extraña sensación, a medio  camino entre el escalofrío y el vómito, al preguntarme cómo es posible que en  la cadena humana que va de los investigadores al editor, pasando por los  periodistas, nadie haya sido consciente del poso filonazi que contiene enviar  a la sociedad el mensaje de que un asesinato por odio al diferente pueda  visualizarse como un acto compasivo. Los niños no “sufrían discapacidad”,  tenían un cuerpo que funcionaba diferente a la media estadística (diversidad  funcional), lo que sufrían era discriminación y falta de apoyos para la  igualdad de oportunidades. Conservo como oro en paño un “certificado de  minusvalía del 100%” que me expidieron a los 13 años, y ahora que me acerco a  los 40 puedo afirmar con conocimiento de causa que la diversidad funcional no  tiene por qué acarrear sufrimiento. Eso sí, la cosa empieza a joderse cuando  te miran y describen en función de lo que “no puedes hacer por ti mismo” (si  usted cree que “hace cosas por usted mismo, sin la ayuda de la comunidad”  deténgase un instante a pensar cómo obtiene alimentos, agua, ropa, energía,  vivienda, educación…) y va empeorando a medida que se te niegan los apoyos  necesarios para vivir como el resto de niños. O bien se te arrincona en una  institución o bien te convierten en una carga descomunal para la familia (sea  ésta propia o de acogida) Se ha recogido en prensa que una ex-trabajadora del  centro de reclusión estaba tramitando la adopción de uno de los niños  asesinados. ¿No es razonable pensar que si se ofreciese a las familias  (propias o de acogida) los apoyos profesionales suficientes los niños podrían  crecer fuera de las instituciones? En un ambiente desinstitucionalizado y sin  ser convertidos en pesados fardos para la familia esos niños podrían haber  crecido tan felices como cualquiera. No haber tenido esas posibilidades es  sufrir discriminación y falta de igualdad de oportunidades, eso es lo que  sufrían y no “una discapacidad”.

Hay dos indicios que, a mi entender, apuntan  poderosamente en la dirección del crimen por odio al diferente. En primer  lugar, la Historia; venimos de un pasado reciente en el que se orquestó un  programa sistemático de exterminio de personas con diversidad funcional que  luego se extendió a otras minorías. Sin embargo, siendo las primeras víctimas,  resultaron las más olvidadas y menos reconocidas, investigadas y reparadas por  los regímenes posteriores. Subsiste en el imaginario colectivo esa mirada que  visualiza la diversidad funcional como un problema personal, algo que reduce  el valor de la vida humana hasta resultar prescindible, o como mínimo  desechable en instituciones segregadas. Hay trazas sutilísimas de esta  minusvaloración de la vida de las personas con diversidad funcional en todo el  entramado sociocultural y político, baste como ejemplo el plazo diferente para  interrumpir el embarazo según las características funcionales del  nasciturus.

La segunda razón para aventurar la hipótesis  de “odio al diferente” me surge de las entrañas. Imagino a la asesina, imbuida  de un poder absoluto sobre esos cuerpos, acostumbrada a manejarlos cómo,  cuándo, dónde y para lo que le parezca, envolviendo sus cabezas en bolsas de  plástico, sosteniendo firmes las manos impertérrita a los gritos, a las  convulsiones…y no soy capaz de apreciar en ello el más mínimo atisbo de acto  compasivo, tan sólo una violencia extrema fruto de un odio incontenible,  subterráneo y atávico que se desata al encontrar momento y lugar  apropiados.

Ángel García (el padre Ángel), presidente de  Mensajeros de la paz, ONG que gestiona el centro de reclusión en  colaboración con la Junta de Castilla y León, verbalizó otra hipótesis que  estoy seguro ha pasado por la mayoría de cabezas que se han ocupado de esta  tragedia; “Son actos que sólo pueden obedecer a la locura”. Una vez más,  pasamos por alto la evidencia científica de que las personas con enfermedad  mental NO son estadísticamente más violentas que el resto de la población y  reforzamos el estigma que recae sobre este grupo humano desde tiempos  inmemoriales. Para más inri, el propio presidente de  Mensajeros reconoce que la asesina jamás había  solicitado una baja por motivos psiquiátricos ni había presentado  “comportamientos anómalos”. No hay ninguna buena razón para inclinarse por la  hipótesis del “acto de locura”.

Finalmente, también se ha apuntado como  posible explicación de los hechos el llamado síndrome  de burnout, un estrés  intenso y prolongado que se genera en el ámbito laboral. Sin embargo, esta  hipótesis no parece ser suficientemente sólida si tenemos en cuenta que el  centro de reclusión cuenta con instalaciones modélicas, tiene capacidad para  seis menores y sólo albergaba a tres, y la asesina tenía un contrato estable  desde hacía cinco años.

Según informa El  País, la Consejería de  Familia de Castilla y León  insiste en la idoneidad del centro y tiene intención de reabrir el mismo “en  cuanto sea posible”. Alguien debería pensárselo dos veces. No sólo porque no  es la primera vez que se produce un asesinato en un centro de reclusión de  Castilla y León gestionado por Mensajeros de la  paz (Zamora, 4 de marzo de  2003), si no porque hechos como la recientemente iniciada investigación de la  Fiscalía General del Estado de Holanda sobre el presunto asesinato de 34  menores internados en un psiquiátrico católico muestra que no existe la “buena  residencia”. Cuando se colectivizan la intimidad  (no poder decidir  quién, cuándo, cómo y para qué toca mi cuerpo), los espacios personales (no  poder decidir dónde ni con quién vivo, quién cuándo, cómo y para qué está en  mi domicilio) y los tiempos de la cotidianidad (no poder decidir cuándo me  acuesto, levanto, cago, ducho, follo, duermo, despierto, visto, desvisto,  entro, salgo, me pierdo, me encuentro…) estamos dinamitando el mismísimo  núcleo de la dignidad humana y generando un ambiente de desigualdad de poder  propicio para que se desencadene la violencia basada en el odio al  diferente.

La Administración española, en todos sus  niveles y gobernada por todos los colores políticos, hace caso omiso de la  Recomendación CM/Rec(2010)2  del Comité de Ministros  sobre la  desinstitucionalización y la vida en comunidad de los menores con  discapacidad, que pide a los gobiernos  “tomar todas las medidas  legislativas, administrativas y otras apropiadas para adherirse a los  principios establecidos en el apéndice de esta recomendación para  sustituir los servicios  residenciales por servicios comunitarios dentro de un calendario razonable y  un enfoque global”. Una muestra palpable del desinterés y la  desidia por abordar la desinstitucionalización de las personas con diversidad  funcional es el hecho de que la ley  ómnibus para adaptar la legislación española a la  Convención sobre los  derechos de las personas con discapacidad no incluye ninguna reforma para hacer  efectivo el derecho a la vida independiente y a ser incluído en la comunidad  (artículo 19 de la Convención) Y ello pese a que la  Ley de Autonomía Personal  (Ley de Dependencia) está vigente desde 2007 sin haber conseguido  dotar a la ciudadanía de una alternativa real para evitar acabar en una  institución o al “cuidado amoroso” de la familia. Lejos de transformar las  situaciones de dependencia en independencia, la  Ley de  Dependencia hace honor a su nombre oficioso facilitando,  promoviendo y perpetuando la institucionalización de las personas con  diversidad funcional en residencias y en el ámbito  familiar.

Ya para acabar, por favor, no se crean eso de  que “es una cuestión de costes económicos”. En primer lugar, por un principio  de “precaución e higiene mental”; esos son parte de los mismos argumentos que  la propaganda nazi utilizó para justificar el exterminio de personas con  diversidad funcional. En segundo lugar, porque es falso. Una plaza en un  Centro de Atención a  Minusválidos Físicos (CAMF) tiene un coste de4.000 a5.000 euros  mensuales. En cambio, el Ayuntamiento de Barcelona desarrolla desde 2006 un  proyecto piloto de vida independiente que tiene un coste medio de 2.500 €/mes  (oscila entre 1.000 y 5.000 según las necesidades de apoyo de cada persona)  Entonces, ¿qué demonios pasa? ¿por qué no cumplimos con las recomendaciones de  la UE sobre desinstitucionalización y con los compromisos adquiridos con la  ONU en materia de derechos humanos de las personas con diversidad funcional?  La respuesta es compleja, pero la tragedia de Boecillo puede darnos algunos  indicios sobre las (sin)razones que lo explican: un sustrato sociocultural y  político que minusvaloriza la vida de las personas con diversidad funcional  reduciéndolas en expectativas y necesidades a las mismas que podría tener una  vaca en un establo, la falsa creencia de que existe “la buena residencia”, la  desidia política en toda su gama ideológica, la incapacidad manifiesta de la  Administración en todos sus niveles, la connivencia de buena parte del  movimiento asociativo que se ve atrapado en la necesidad de mantener nóminas y  devolver préstamos, el desinterés de los organismos y entidades de defensa de  los derechos humanos, la alienación que siglos de discriminación y opresión  sistemática han generado sobre las personas con diversidad funcional, etc. Es  una tarea colosal la que tenemos por delante, pero más allá de los días de  luto oficiales y de la compulsiva necesidad de restaurar el orden establecido  sin analizar con rigor y coraje las causas estructurales de este tipo de  tragedias, alguien debería empezar a mover ficha. ¿Qué tal si la  Ley de Igualdad de  Trato que se está tramitando en el Congreso  incluyera entre sus medidas de prevención de la discriminación un plan con  calendario y presupuesto que implementase la  Recomendación CM/Rec(2010)2?

 

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